El jueves pasado asistí a la proyección de The Act of Killing en el ICA (Institute of Contemporary Arts) aquí en Londres. Su director iba a estar presente y fui por una mezcla de interés en ver el documental y, aunque escasa, por la posibilidad de conocer a alguien de la industria del cine que me ayudase, al menos de forma indirecta, a encontrar trabajo. Con un móvil que es la raíz del árbol genealógico de los 4G, y después de un viaje en metro en el que tuve que pedir permiso para respirar, salí a Trafalgar Square medio confuso y apremiado (tenía el tiempo justo), y medio contemplativo (no conocía esa parte de la ciudad). Resultó que los británicos no confían en la puntualidad a la que dan nombre y la proyección empezó tras darme tiempo a llegar tarde y comprar una botella de agua en la cafetería.
Joshua Oppenheimer, el director de The Act of Killing (TAoK), insistió desde la introducción en que abandonáramos la división de buenos y malos “propia de las películas”, una división que no se corresponde con la realidad y que él denomina “la moral de La guerra de las galaxias“. Su documental, dijo, iba difuminar esa línea hasta hacerla invisible.
TAoK está construido sobre el rodaje de una película, una película extravagante, surrealista y horrible: Oppenheimer viajó a Indonesia para hacer un documental sobre las víctimas del genocidio anti-comunista. De pasada, al entrevistar a algunos de los perpetradores y comprobar como no sólo no se arrepentían, sino que se jactaban de sus crímenes e insistían en reconstruirlos, decidió proponerles una reconstrucción formal a modo de película y documentar el proceso. Ese proceso, ese making of, es TAoK.
El protagonista del documental, y de la película dentro del documental, es Anwar Congo, verdugo en 1965, responsable de centenares de asesinatos. Herman Koto, miembro de la organización paramilitar Pemuda Pancasila que surgió de las escuadrillas de la muerte del genocidio, su compinche. Desde el principio les vemos debatir sobre la mejor forma de representar la historia reciente de su país, esto es, los asesinatos de cientos de miles de personas (500.000 es la estimación más aceptada) y la liberación consecuente del supuesto peligro comunista. El hilo conductor serán la memorias de Anwar; del musical a la películas de gánsters, pasando por el cine fantástico e incluso el oeste, Joshua y un equipo discreto de producción ruedan escenas propuestas por Anwar y le van mostrando el resultado.
TAoK, que no indaga en el contexto histórico en el que se desarrollan sus hechos, ni ofrece un retrato claro de la sociedad indonesia, sí muestra cómo los mismos que cometieron crímenes contra la humanidad están en distintos puestos de poder y que la impunidad de los asesinos es la norma. Es ésta impunidad la que Oppenheimer insiste en retratar una y otra vez desde sus manifestaciones más grotescas (la escena de la cascada o la del pez gigante metálico) a las más terribles (uno de los verdugos se jacta de violar a una niña de 14 años, recuerdo de una de las aldeas que quemó). Y es éste contraste entre la verdad de un genocidio y su imposible justificación en forma de imitación del cine de Hollywood lo que le otorga a TAoK su originalidad. Sin embargo, la fuerza del documental está en Anwar Congo y en los cinco años que tardó el director en acceder a lo más íntimo de su conciencia.
Joshua Oppenheimer contó que había entrevistado a más de cuarenta verdugos a lo largo de los siete años que pasó en Indonesia. De todos ellos, el único que dio alguna señal de remordimiento fue Anwar, acosado en sus pesadillas por los ojos abiertos de los que decapitó; el resto se regocijaban en la impunidad proporcionada por el gobierno vencedor al que apoyaron. Anwar se convierte así en el inevitable protagonista, sólo a él le cuesta dormir, sólo él es capaz de despertar.
Poco después de conocerse, Anwar lleva a Josh (utilizan el diminutivo para dirigirse al director) al lugar donde “murió mucha gente, no de muerte natural”. Allí, sobre el suelo en el que estranguló a sólo-él-sabe cuantas personas, baila sonriente. También allí confiesa que los fantasmas de sus víctimas le atormentan de noche, porque mató a gente “que no quería morir”. Anwar cuenta como el alcohol, las drogas y los musicales de Elvis le ayudaban a matar “felizmente”. Más adelante vemos a Anwar regañando a su nieto por haber herido a posta a una cría de pato, y le obliga a disculparse ante el indefenso animal. En su casa, sentado delante del televisor, Anwar observa orgulloso una escena en la que una de sus víctimas le otorga una medalla y le agradece “el haberle enviado al cielo”; “la cascada [del fondo del paisaje]“, dice, “expresa muchas emociones”.
¿Está Anwar loco? ¿No es acaso esta polaridad la propia de alguien que sufre una patología severa? ¿No es Anwar un psicópata? En mi opinión, y en la opinión del director de TAoK, Anwar es una persona perfectamente capaz de entender lo que hizo, y completamente responsable de ello. ¿Por qué lo hizo, entonces? Los motivos que llevaron a Anwar a matar sólo se intuyen, porque ni él los conoce. ¿Qué hace falta para ejecutar a uno, dos, tres, decenas de seres humanos inocentes? El increíble logro de este documental no es ya proponer, sino mostrar con una desnudez díficil de creer el engaño íntimo en que se sustenta el acto de matar, la mentira que deja al verdugo vivir tranquilo. O casi.
“¿He pecado, Josh?”, llora Anwar al ver la escena en la que interpreta a una de las muchas víctimas que estranguló. “Maté así a tanta gente, Josh”. El atisbo de esperanza que suponían las pesadillas de Anwar se confirmó aquí, para mi consuelo. Pero el director, demostrando sabiduría narrativa, se reservaba aún la culminación: él y Anwar suben de nuevo a la azotea sobre la que bailó feliz, y allí, en el escenario de sus crímenes, vomita su mentira en una de las escenas más dolorosas y extenuantes que yo haya visto nunca.
Joshua Oppenheimer elige terminar su documental con el enorme pez metálico, el plano abanderado de su película, que es su metáfora de la impunidad humana, una triste y grotesca imagen del engaño necesario para matar sin culpa ni castigo. Pero a esas alturas al pez ya lo hemos visto suficiente, y la soledad de Anwar, un atroz hombre normal sin posibilidad de redención, ya se ha apoderado de todo. No, Anwar no es una buena persona, pero “¿y si lo comparamos con Adi” -le pregunté al director- “otro verdugo como Anwar que sin embargo vive encantado en su cinismo y reta desafiante a que le juzguen por crímenes de guerra, no tenemos ahí un motivo para pensar que sí que hay, en el fondo, una distinción moral entre ambos?”. Oppenheimer contestó que no cree que las reacciones de ambos fuesen tan distintas; Adi a fin de cuentas reconoce que fueron crueles, incluso dice que deberían pedir perdón; si fue Anwar el que mostró arrepentimiento fue porque es él el principal sujeto del documental. Yo, sin embargo, salí del ICA con mal cuerpo, pero esperanzado.