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El dilema de Breaking Bad

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Breaking Bad llega a su fin este domingo y yo sigo sin estar convencido de que, hoy día, las series de televisión estén a la altura, y mucho menos por encima, del cine. Después de 46 horas dedicadas a seguir el hundimiento moral de un hombre brillante consumido por su orgullo y su vanidad, espero ansioso a que el final de la mejor serie que recuerdo me convenza de que estoy equivocado.

Desde que Los Soprano y The Wire ganasen nombre en España (ninguna de las cuales he visto, para indignación de muchos amigos y conocidos), y desde que en Hollywood decidiesen que en todo lo que se gastarían el dinero era en secuelas, superhéroes y remakes, vengo leyendo y escuchando la comparación entre cine y televisión, siempre en favor de la última; odiosa, sí, pero inevitable comparación, ahora que el contenido audiovisual es ubicuo, y que la formas de consumir historias en imágenes se multiplican cada día. A fin de cuentas, tanto si es una película como si es un capítulo de una serie, el proveedor es muy probable que sea Internet.

Uno de los motivos por los que empecé a ver Breaking Bad fue aceptar el desafío que proponía esta nueva televisión americana, darle el beneficio de la duda y ver si de verdad estaba perdiendo el tiempo en las salas de cine mientras el bacalao se cortaba en la pequeña pantalla. Por entonces Walter White ya llevaba cocinando dos temporadas, y no pasó mucho mucho tiempo antes de que encontrase a alguien (en vivo o en Internet) con quien comentar las decisiones de los protagonistas, suponer qué pasaría a continuación y criticar lo que no nos encajaba. Nunca antes había seguido el desarrollo de una historia así, en comunidad, y con ese nivel de interés conjunto.

(No leas el siguiente párrafo si no has visto Breaking Bad y tienes intención de hacerlo).

A pesar del bajón que supuso el deus ex machina de como Hank descubre que Walter White y Heisenberg son la misma persona, nadie con sangre en las venas se perdería la segunda parte de una quinta temporada que, como ya se sabía, sería la última. Y durante los siete últimos episodios Vince Gilligan y compañía han respaldado esa decisión con guiones de primera clase que cimentan una declaración de intenciones meridiana: señores, esto nos lo hemos tomado en serio y queremos hacer de Breaking Bad la mejor serie de televisión de la historia. Al caos y frenesí de Ozymandias le ha seguido la instrospección y la calma chicha de Granite State, donde rematan la faena con una entrevista de televisión que despierta el sentimiento catalizador de la serie: la vanidad. Walter revolviéndose en la silla, ahogado en bilis viendo que su incalculable (miles de millones de dólares) contribución a la química es arrojada con condescendencia al olvido, es uno de esos momentos mágicos que repercute con perfecto eco en todo lo lo visto anteriormente, y le da un remate que es a la vez obvio e inevitable, el adorno del que te puedes separar y decir: “joder, qué bien me ha quedado”. ¿No está acaso eso a la altura del mejor cine?

De entrada comparar cine y televisión es una cosa tonta. Supone simplificar, tirar al bulto, y no le encuentra otro contexto apropiado que una conversación casual; al menos, así dicho sin matizar. Entrando en detalle, la cuestión puede ser si las series americanas son tan buenas como su cine; pero la pregunta, aunque te lo pida el cuerpo, es de esas que es más sano no responder, porque te llevan al terreno feo del “¿A quién quieres más, a papá o a mamá?”. Lo que a mi me interesa de verdad es por qué no me hacen tilín las series de la misma forma que el cine, a no ser que sea un tilín esporádico, como el episodio piloto de Twin Peaks o los dos mencionados de Breaking Bad.

Además de los inevitables altibajos y rellenos en un producto que se emite durante varios años y cambia de equipo (al menos en parte), uno de los motivos puede ser que no presto la misma atención, no me fijo igual. Hasta que no acaba, en una serie estás en mitad de la historia, y he observado que el deseo de conocer qué es lo que va a pasar prevalece sobre todo lo demás. Ese instinto, intuyo, es el que hace que consuma un hora tras otra con gula, esperando que la siguiente “¡no me deje así!”. He visto Breaking Bad en mi ordenador, no siempre en buena calidad y a veces de madrugada; he visto Breaking Bad como leía Harry Potter, con ese frenético gusanillo de saber qué pasará que una vez satisfecho no da para una experiencia significativa; he visto Breaking Bad como no hubiese visto el cine que me importa, y sólo pendiente de que acabe no me he parado a pensar hasta hoy.

A parte de mi distinta predisposición no se me ocurre un argumento sólido por el que a Breaking Bad no le guarde sitio con Uno de los nuestros, por poner un ejemplo cercano. Le falta algo, le falta esa cohesión y armonía últimas; qué sé yo, le falta mojo. Y hasta que no acabe no sabré si lo tiene.

Soy el puto amo y el mundo debe saberlo


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